sábado, 21 de febrero de 2009

El aprendiz

Hace algunos años,
cuando era un poco más joven
y mucho más inexperto,
se me metió a la cabeza
el infatigable deseo
de convertirme en poeta
y empapelar al mundo
con mis versos.
A tal grado llegó mi obsesión
que un día
al conocer a un poeta viejo,
decidí de inmediato
tomarlo como maestro
para aprender de sus labios
las reglas del oficio
y pulir mis talentos.

Él era bajito de estatura,
bigotón y había publicado
un solo libro.
Y lo que es más,
tan pronto me aceptó como aprendiz
me encomendó la tarea
de ir cada tarde a la tienda
a conseguir medio litro
del aguardiente más barato,
que terminaba bebiendo en silencio.
Luego me decía
con la lengua ya pastosa
y los ojos de sueño:
“jorge, no trates nunca
de escribir como poeta.
¡Vive como poeta!”
Yo tomaba nota de cada detalle
y me esforzaba por aprender.

Al fin, un día me aburrí
del consejo único
del viejo poeta
y decidí continuar mi aprendizaje
por mi propia cuenta.
Poco a poco me fui convenciendo
de que la receta de mi antiguo mentor
era un simple engaño,
después de todo,
lo que define a un poeta
son los poemas que escribe
no su estilo de vida.
Así pues,
dediqué los años siguientes
a bucear
en el mar de la gramática,
el berenjenal de la rima
y la prisión de la métrica,
me embadurné de semántica
y me bebí toda la estética.
Sin embargo,
los resultados
tampoco fueron lo que esperaba,
sólo un montón de páginas sucias
y las manos
tintas en tinta.

Anteayer
me acordé de las enseñanzas
de mi viejo maestro,
despejé mi escritorio,
tomé lápiz y cuaderno,
puse los ojos en blanco
y escribí el poema perfecto.
Después
(sin tomarme la molestia
de releerlo)
encendí un cerillo
y me entretuve viendo mi trabajo
consumido por el fuego.

Así, en honor al poeta viejo,
escribí mi mejor poema,
justamente el mismo
- querido lector – que hoy
no estás leyendo.

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