miércoles, 26 de noviembre de 2008

Sentido

Cansado de perder el sentido,
harto de mi escepticismo,
percibo demasiado tarde
que la única dirección real de mi vida
es aquella que, a través
del tracto digestivo de ese gusano,
transforma mi cuerpo en carne,
tierra y árbol.

martes, 25 de noviembre de 2008

Bebés

Cuando, tras varias separaciones temporales, Esteban y Sara rompieron definitivamente, se encontraron con que no solamente habían terminado con una larga relación, sino también con la mitad de su juventud. Sara por lo menos estaba destrozada. La causa misma de su desavenencia le parecía tan estúpida que aún meses después no podía convencerse del todo de que fuera verdad. Pero lo era. Como luego de cinco años de intentos no había podido quedar embarazada, Esteban había decidido abandonarla y largarse en busca de alguien con quien tener todos los bebés que se le diera la gana.
A pesar de que nunca había considerado a la maternidad como su meta principal en la vida y siempre había sido capaz de bastarse a sí misma, Sara no podía reprimir la sensación de desamparo y frustración que la embargaba. Se sentía fuera de lugar en esa ciudad inmensa que ya no le decía nada sin la presencia del hombre por el que lo había dejado todo. Por las noches soñaba que Esteban regresaba a pedirle perdón, pues había descubierto que en realidad era él quien no podía fertilizarla, pero al despertar seguía estando sola y tenía las mejillas curtidas por las lágrimas.
Un día, su depresión fue tan abrumadora que no volvió al trabajo, y con tal de no caer en la tentación fácil de la autodestrucción, malbarató lo poco que tenía y se regresó al pueblo a vivir con su familia. La idea era tomar unas vacaciones largas para aclarar su cabeza sin tantas presiones, y después volver a trabajar y a hacer su vida normal con bríos renovados, como si hubiese vuelto a nacer.
La familia de Sara aceptó su regreso a la casa paterna con la misma naturalidad con la que año tras año recibían la temporada de lluvias. Probablemente cada uno por su cuenta tenía alguna opinión sobre el hecho, pero por una costumbre familiar de la que en el fondo se sentían orgullosos, nadie dijo nada y todo siguió no como si la hija acabara de regresar, sino como si jamás se hubiera ido. Al fin y al cabo, había tanta gente viviendo en la casa que una boca más no hacía ninguna diferencia.
Además del papá y la mamá de Sara, la familia estaba compuesta por la abuela, un primo estudiante, dos hermanas pequeñas, una mayor casada, su esposo y dos hijos; que con la recién llegada sumaban diez almas bajo el mismo techo y haciendo uso del mismo drenaje. Como las habitaciones eran un recurso escaso, Sara llegó a instalarse con todo y su equipaje al cuarto que compartían sus dos hermanas menores, y por un tiempo el murmullo constante causado por la gente y la televisión siempre encendida, mantuvo su pena agradablemente anestesiada.
El papá de Sara era un cincuentón de bigote amarillento que había trabajado toda su vida de empleado municipal y ahora consagraba las horas perdidas de su jubilación a jugar billar con otros señores de guayabera y pantalón de dril. Casi nunca estaba en la casa y en el pueblo se rumoraba que tenía otra señora, pero entre la familia el sólo pensar en eso era considerado como un acto de alta traición. Llegaba siempre tarde por la noche y tenía el derecho absoluto de elegir el canal de televisión que se vería en su presencia, pero apenas se sentaba en su sillón y caía infaliblemente dormido hasta que alguien – por lo general su esposa - lo despertaba para que se fuera a acostar.
La mamá de Sara era una mujer correosa que a punta de sacrificios había montado una tienda de abarrotes en su cochera y se dedicaba a administrarla con mano de hierro. Aunque con trabajos había pasado de tercero de primaria, no había quien hiciera las cuentas más rápido que ella, incluyendo a su sobrino el estudiante y a su hija Sara que se había recibido como contadora. Su único pasatiempo eran las telenovelas de la noche y podía pasarse horas hablando de sus personajes con el mismo tono que usaba para hablar con las vecinas de sus propios nietos.
La casa en la que vivían todos, había sido originalmente de la familia del papá de Sara y, de hecho, aún estaba a nombre de la abuela Basilia, pero con el paso del tiempo la anciana había ido perdiendo paulatinamente su papel de cabeza del clan para convertirse en apenas algo más que una parte prescindible del mobiliario. Cuando la entonces novia de su hijo se había embarazado de Mónica - la hermana mayor de Sara - Doña Basilia había invitado a la joven pareja a vivir con ella en lo que conseguían una vivienda propia. Casi treinta años después, el hijo de Basilia y su esposa no sólo no se habían ido, sino que ahora además albergaban bajo su techo a sus cuatro hijas y sus dos nietos.
Desde que eran muy pequeñas, Mónica y Sara habían demostrado tener personalidades muy distintas. Mientras que la primera fue siempre una niña muy traviesa e inquieta, la segunda había volcado todas sus energías a los estudios a partir de la primaria. En el fondo el motivo no era que Sara fuese particularmente responsable, sino que de algún modo había comprendido intuitivamente que su única oportunidad de alejarse de su familia y de su pueblo era convirtiéndose en una profesionista. Sin embargo, a raíz del rompimiento con Esteban y su obsesión con los bebés, la misma independencia que tanto trabajo le había costado ganar, comenzó a parecerle una pesada carga, y aunque no se lo confesaba ni a ella misma, su regreso tenía un penetrante sabor a fracaso.
Mónica por su parte, había pasado por todas las escuelas de paga de la zona, antes de poder terminar el bachillerato de mala gana. Unos cuantos días después de concluir las clases, se había huido con su novio de la escuela, un muchachito lampiño que, al sentir la responsabilidad de su nueva familia, se volvió aprendiz de electricista. Su primer hijo, Brian nació apenas transcurrido un año de matrimonio y Ricky, el segundo, dos años después, mientras Sara se iba a vivir con Esteban fuera de la ciudad. Luego de su segundo parto, Mónica estuvo lista para volver a vivir en casa de sus padres, pero trajo a sus hijos y a su marido consigo.
La verdad sea dicha, el padre de Mónica y Sara nunca tuvo mucho aprecio por su yerno Ricardo, pero desde que se habían ido a vivir con ellos estaba convencido de que se trataba de un auténtico retrasado mental. Sin embargo, como quería mucho a sus nietos, no decía nada así que, para quien no estuviese enterado, casi hubiera parecido que estimaba al muchacho. Ricardo pasaba la mayor parte del día ayudando a su jefe a reparar instalaciones eléctricas, Mónica se quedaba en casa a limpiar y preparaba la comida de todos y los niños – cuando no estaban en el kinder - se dedicaban a molestar a sus tías Sonia, Jessica y, tan pronto llegó, Sara.
Por otra parte, no había nada mejor para el estado de ánimo de Sara que servir de niñera a esos dos críos que se pasaban el día gritando, peleándose por naderías y sacando de quicio a sus hermanas adolescentes. Mientras estaba con Brian y Ricky podía imaginarse que era una mujer normal capaz de engendrar niños como ellos, y sobre todo, que Esteban la había repudiado sin razón y tarde o temprano se arrepentiría.
Lo cierto es que, debido a sus ya largos años conviviendo casi exclusivamente con adultos, en un principio le costó trabajo acostumbrarse a sus sobrinos, pero conforme el paso de las semanas la iba ablandando se fue sintiendo cada vez más y más cómoda con sus juegos hasta que, cuando se dio cuenta, ya era una más entre los niños. Todas las mañanas se levantaba tarde y se ponía a ver caricaturas en la tele en lo que Brian y Ricky volvían del jardín de infantes, luego comía con desgana cualquier cosa – o mejor aún, muchas veces ni siquiera comía a menos que Mónica o su mamá se lo rogaran durante un rato – y se pasaba el resto del día jugando con los niños al cabezón, al escondite, a la agarrada o a los cayucos.
Mientras tanto, en su familia nadie pensaba que Sara debía de volver a trabajar, o si lo pensaban, nunca lo dijeron. Sólo Mónica se acordaba de cuando en cuando de que su hermana se pasaba la vida dentro de la casa, aliviada por no tener que hacerse cargo personalmente de cuidar a sus dos hijos. Poco a poco, el deprimido régimen de vida de Sara, comenzó a hacerle perder peso. De hecho, ella se sentía como si se estuviese encogiendo, pero no le importaba gran cosa y por momentos casi hasta estaba bien.
Después de un tiempo, los juegos con sus sobrinos empezaron a parecerle demasiado complicados. A partir de entonces su único refugio fue la televisión que, afortunadamente, jamás se eclipsaba en la casa. Llegó un momento en que solamente interrumpía su atenta observación de las lucecitas parpadeantes del aparato para dormir largas siestas y beber sorbitos de leche. No pasó mucho tiempo antes de que cedieran sus últimas reservas y se dejara cambiar amorosamente el pañal por su hermana mayor, transformada finalmente en el bebé que nunca pudo tener.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Pequeño cuarteto rimado que pretende expresar por medio del uso de terminología neurológica, esta pinche sensación de que la realidad duele.

¡Ay, espíritu desmielinizado!
Desmesurada permeabilidad neuronal
intensifica el poder de los dardos
de cada estímulo infinitesimal.

lunes, 17 de noviembre de 2008

El quince de marzo

No vas a decir que no lo sabías,
que todo fue tan rápido
que te tomó por sorpresa.
Desde el instante mismo
en que tu caballo
atravesó nadando
las aguas del Rubicón
lo supiste.
Tal vez por eso dudaste
durante un par de breves segundos.
Tal vez por eso volteaste
a ver a los ojos
de los hombres que te seguían.
Tus hombres.
Y luego, como tú mismo lo dijiste,
“la suerte estaba echada”.
Por eso no quisiste
demorarte en los placeres de Alejandría,
por que te urgía
llegar al quince de marzo.

viernes, 14 de noviembre de 2008

La ciudad observada

La ciudad me observa silenciosa
desde cada una de las hojas de sus árboles de liquidámbar,
desde sus avenidas congestionadas de coches
y sus retorcidas callecitas empedradas.
Me mira desde lo alto de sus edificios y desde
las superficies pulidas de todas sus plazas.
No es que me reconozca,
ni que le importe lo que me pasa,
es sólo que no puedo evadir su mirada.
Me incorporo al chorro de gente
ocupada en su vida diaria
y aunque me reflejo en todos los rostros,
en ninguno encuentro mi cara.
La ciudad es una presencia de pesadilla
de esencia multitudinaria
a la cual pertenezco,
y a pesar de mis repetidos intentos,
no consigo abarcarla.
La ciudad no es solamente mi casa,
es una extensión de mi cuerpo,
enorme y descuidada.
(Brazos y piernas sueltas
que en aparente azar se entrelazan).
La ciudad es una incomodidad necesaria,
como una inyección de antibióticos
o una enfermedad hereditaria.
La ciudad cree que no la conozco
mientras me observa observarla.
Sé que le duele la progreso,
le aprieta la revolución
y tiene un tumor en las ánimas.
Ella sueña ser atenas
y yo la veo como capital de burocracia.
La ciudad que soy yo es xalapa.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Las barbas de las estatuas o cómo escribir un cuento acerca de la vida cotidiana

Escribir un cuento acerca de la vida cotidiana es, como veremos a continuación, una actividad tremendamente delicada y llena de dificultades. Espero no echar a perder el suspenso si te digo que el problema principal – aunque ciertamente no el único – estriba en que un relato, al igual que la vida cotidiana que intenta reflejar, está hecho de pequeñas decisiones una detrás de la otra y que un simple error de cálculo al tomar cualquiera de ellas puede estropear definitivamente el resultado final.
El cuento comienza cuando me despierto. No sabes la fecha ni qué día de la semana es, el autor todavía no lo ha dicho. Tampoco sabes como me llamo, sólo sabes que el texto está escrito en primera persona del singular, por lo que asumes que se trata de otro de esos cuentos en donde el autor – tal vez para que cualquiera pueda identificarse con el personaje principal, o quizás para disimular que no se le ocurrió ningún nombre creíble – llama simplemente “yo” a su protagonista. A lo mejor más adelante, algún personaje secundario mencione como de pasada mi nombre. O tal vez no. Ya veremos, por ahora es muy pronto para saberlo.
La causa inmediata de que interrumpiera mi plácido sueño, fue el ruido estridente del despertador que está junto a mi cama y que me indica que, aunque afuera aún está oscuro, se hace tarde para ir al trabajo. De la frase anterior infieres que la acción no ocurre ni el sábado ni el domingo. Oh lector perspicaz (“mon semblable, mon frère”, piensa el autor que, como todos los de su calaña, se cree muy listo), tal parece que la narración te ha atrapado.
Todavía amodorrado, me levanto y salgo de mi habitación para entrar al baño. El autor dedica un par de párrafos muy cargados de adjetivos para describir el lugar donde vivo y a ti se te ocurre que hubiera bastado con decir que es un cuartucho de azotea con las paredes descascaradas. El baño es compartido y el calentador no es de gas sino de leña. Como tú nunca has vivido en un cuartito de lámina, ni has usado un calentador de leña supones que mi situación económica es verdaderamente precaria. Lamento decirte que estás en lo cierto.
En lo que se calienta el agua con la que me voy a bañar, tomo un rastrillo y me afeito con excesivo cuidado. El autor hace hincapié en lo mucho que disfruto el ritual del rasurado. Y lo que es más, me hace explicar que si hace unos meses no me hubiera obsesionado con eso, ahora no viviría así ni habría roto con Brenda, a quien hasta entonces consideraba el amor de mi vida. Esa última oración te desconcierta un poco, el estilo del texto te había hecho creer que se trataba de un relato costumbrista sobre la pobreza y ahora resulta que es una historia de amor fracasado. Esta impresión se ve confirmada por el hecho de que mientras me baño no dejo de pensar en cuanto extraño a Brenda y cuanto me hubiese gustado casarme finalmente con ella. Sin embargo, ella tomó su decisión y yo también.
Termino de bañarme y regreso a mi cuarto a desayunar. El texto no especifica qué desayuno ni si en mi casa hay platos y cucharas, pero tu sentido común de lector experto te hace decidir que sin duda no comí steak and lobster, sino probablemente un huevo o unos corn flakes y seguramente para hacerlo me senté frente a una mesa (que te imaginas de pino rústico) y usé platos y cubiertos en lugar de mancharme las manos. Me doy cuenta de que eres un lector aplicado y te felicito por ello.
Con sólo echarle un vistazo al reloj confirmo mi sospecha de que se me está haciendo tarde, ya casi van a dar las cuatro de la mañana. “¿Las cuatro de la mañana?” piensas extrañado, “¿qué no era de día?”. Pues verás, no. Si te fijas bien en lo que dice el tercer párrafo (anda, regresa a leerlo por ti mismo) el despertador sonó cuando todavía estaba oscuro.
Ese es otro de los problemas de escribir un cuento sobre la vida cotidiana, resulta difícil precisar qué se entiende por vida cotidiana. Tanto tú como el autor tienden a imaginarse sus propias vidas, pero debo informarles que este cuento habla sobre mí, y yo me despierto cotidianamente a las tres y cuarto de la mañana. Por cierto que no es por gusto, sino por motivos de trabajo. Y de un trabajo que yo mismo elegí, más para mal que para bien.
Apurado, salgo al fresco de la madrugada. Como no se menciona una sola palabra sobre el clima, te imaginas uno de esos amaneceres polvorientos y llenos de humo de la ciudad donde vives en lugar de la eterna llovizna de la ciudad que utilizó como modelo el autor. Supongo que estás en tu derecho. En cambio, la descripción del autobús que me lleva al trabajo es tan larga que hace que la lectura resulte fatigosa.
Tú ya has leído otros cuentos del mismo autor y sabes que ese es uno de sus puntos débiles; para pasar por literato de primera, retaca los textos de citas indigestas y descripciones que no llevan a ningún lado. Pero lo cierto es que no consigue engañar a nadie y, si no fuera por que prometiste calificar su cuento para un concurso, ni siquiera lo estarías leyendo. Ahogando un bostezo te saltas algunas páginas y lees el párrafo final que dice “yo por mi parte, como protagonista de la historia, no sé que pensar”, pero luego te remuerde la conciencia y te regresas a la parte donde habías interrumpido la lectura.
De vuelta al relato, el autobús en el que viajo, pasa enfrente de una plaza dominada por la estatua del Benemérito, desencadenando una analepsis (o flash back, para quienes prefieren los anglicismos) que finalmente te permite entender de que trata el cuento. Hace un par de meses yo era un estudiante del octavo semestre de ingeniería industrial y Brenda – mi entonces novia – estaba a punto de graduarse en letras españolas. Ya teníamos todo planeado, tan pronto como concluyéramos con las formalidades de la escuela conseguiríamos un trabajo, rentaríamos una casita y nos casaríamos por todas las leyes. O por lo menos eso era lo que pensábamos.
Total que, como a muchas otras parejas sin presupuesto para el motel, a Brenda y a mí nos gustaba vernos en una banca del parque, precisamente a la sombra de la estatua del Benemérito. En ese lugar podíamos estarnos horas enteras platicando de banalidades o simplemente dándonos besitos de aspiradora. Brenda era una muchacha muy estudiosa y estaba haciendo su tesis sobre el papel de la teoría de la recepción de Iser en la narrativa contemporánea, así que constantemente me comentaba sus puntos de vista al respecto. Tal vez tú, como lector asiduo, entiendas de qué te estoy hablando, pero debo confesar que yo no le entendía gran cosa y si le contestaba era sólo para continuar con la charla y no quedar como maleducado ante mi chamaca.
Un mal día – para beneplácito del autor - a Brenda se le ocurrió contarme sus ideas sobre cómo debería estar escrito un relato “artístico” acerca de un tema cualquiera, pongamos por ejemplo, sobre la vida cotidiana. Fue justamente durante esa conversación, llevada a cabo por compromiso y de la que entendí menos de la mitad, donde quedaría atrapado por una idea que cambiaría para siempre mi propia vida cotidiana. El principio de la charla de Brenda ni siquiera se me quedó grabado, pero en determinado momento, mi noviecita santa dijo algo así como que la obra literaria – al igual que cualquier obra de arte – requería para estar completa de la colaboración del lector y que hasta entonces, sólo existía a medias. Yo le dije que eso era probablemente cierto en la literatura, pero que no veía como se aplicaba a otras formas de expresión artística. Por ejemplo, aquella estatua del Benemérito, era obvio que el escultor la había terminado y nosotros no hacíamos más que verla. Ella me dijo que no era verdad, que la estatua cuando no la veíamos era como si envejeciera y al Benemérito le salieran arrugas y le creciera la barba, pero que nosotros al interpretarla hacíamos que se pareciera la imagen del Benemérito que todos recordábamos.
El texto no dice cómo termino la discusión, pero tu experiencia personal con las damas te hace suponer que no acabó bien. Lo que sí dice es que me quedé tan impresionado con las palabras de Brenda, que esa noche soñé con estatuas a las que les salían barbas y había que estar afeitando constantemente para que se parecieran a sí mismas. Durante las semanas siguientes, no pude pensar en otra cosa.
No me malinterpretes, querido lector, probablemente no soy un literato como tú, pero tampoco soy un idiota que no reconoce una metáfora. Entiendo perfectamente que a las estatuas no les crecen las barbas, pero también entiendo que sin duda sufren de las inclemencias del clima y de las ansias expresivas de los grafiteros. Después de un par de noches de insomnio pensando en eso, me di cuenta de que debería de haber alguien encargado de darles su manita de gato cotidiana o de lo contrario, viviríamos en una horrible ciudad sin estatuas. A lo mejor fue que no había dormido bien, pero me pareció que ese era uno de los trabajos más hermosos que cualquiera podría desear y decidí dejar la escuela para dedicarme a la noble tarea proteger a las estatuas del rigor de la intemperie, en un intento por hacer de esta ciudad un lugar aunque sea un poquito menos feo. Eso es lo que hacen los artistas ¿no?
Mientras me bajo del autobús frente a las oficinas de limpia municipal y checo mi tarjeta de entrada, el autor explica que cuando Brenda se enteró de que había cambiado un brillante futuro como profesionista por uno como barrendero, decidió cancelar la boda y no volvió a dirigirme la palabra. Mucho me temo que ese es el efecto que tiene la certeza del salario mínimo en las futuras esposas, aunque se dediquen a una cosa tan elevada como el estudio de la teoría de la recepción de Iser en la narrativa contemporánea.
Cierras por un momento el cuento y te pones a reflexionar. La ruptura final con mi ex te parece un poco excesiva, pero necesaria para el desarrollo de la trama, en cuanto al tema del personaje que cambia su vida cotidiana por un anhelo estético te parece un poco trillado, pero puedes tragártelo haciendo un poco de esfuerzo. Con lo único que tienes que lidiar es con los constantes plagios (el autor, que presume de posmoderno, habría dicho citas) a Ítalo Calvino. Te preguntas en dónde comenzó a fallar la narración.
Probablemente pienses que, ya que la vida cotidiana – al igual que los relatos que hablan de ella – está hecha de pequeñas decisiones una detrás de la otra, yo debo de haber cometido un gran error en algún punto para acabar como acabé. Sin embargo, el autor no está de acuerdo (claro, si yo hubiera seguido estudiando ingeniería industrial no habría cuento y él tendría que escribir sobre otra cosa). Yo por mi parte, como protagonista de la historia, no sé que pensar. Sólo espero que, la torpeza del autor, no te haya impedido disfrutar de este cuento acerca de la vida cotidiana. Mi vida cotidiana.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Material de las canciones

Quiero dejar asentado
que la plata de mi voz
no se encuentra
en barricas de licor,
jamás en los prostíbulos
y raras veces en la hierba.
La tela que bordan mis labios
tiene su fuente en las piedras,
en el aire, en el árbol
y en el deseo de las quinceañeras.
Para un banquete sencillo
me mato poniendo la mesa,
sin obispos y sin reyes,
sin bandidos, ni profetas.
Finalmente me he aburrido
de fabricar las canciones
de trozos de luna seca,
de gárgaras de polvo
y dolores de cabeza.

viernes, 7 de noviembre de 2008

El día de su último cumpleaños

El día de su último cumpleaños, Herón se despertó chapoteando en un charco enorme y oloroso de orines. El líquido que mojaba sus calzoncillos guangos se había ido enfriando poco a poco después de estar deliciosamente tibio y le había obligado a levantarse aunque aún faltaba un buen rato para que saliera el sol. “A la vejez, viruelas”, pensó tratando de recordar cuanto tiempo hacía que no le pasaba algo así. Ni una sola vez en cuando menos sesenta y dos años, es decir, desde que era niño.
Aún amodorrado, pero ya sin ninguna posibilidad de volverse a dormir, Herón bajó a encender el boiler para darse un baño y así deshacerse de las huellas de su desagradable accidente. Con el frío de la mañana le dolían las rodillas, por lo que descender por las escaleras se le antojó un verdadero triunfo de la voluntad. Sin molestarse en oprimir el interruptor de la luz, frotó un fósforo contra el borde de su cajita e incendió el gas que salía del piloto del calentador. (Más por manía que por devoción al orden, utilizaba solamente cerillos de madera para el boiler y dejaba los de papel encerado para la estufa).
Después, lentamente, pero con el paso liviano de quien ya no pertenece a este mundo, volvió a subir las escaleras y entró al baño. El asiento del escusado estaba helado, pero soportarlo valía la pena si así podía descansar su intestino. Los pantalones debajo de las rodillas mostraron unas piernas pálidas y flacas que le recordaron los palitos de papel de las paletas Mimí. ¿Existían todavía las paletas Mimí? Herón no hubiera podido decirlo, pues tenía casi medio siglo que no veía una.
Luego de esperar durante veinte minutos en vano cualquier señal alivio en sus tripas, se levantó, lavó sus manos cuatro veces y con un suspiro se despojó de lo que le quedaba de ropa. El chorro de agua en la regadera quemaba, pero era casi preferible al frío en su espalda. A veces, cuando se bañaba, se preguntaba como era posible que al frotarse no se le fuera gastando lentamente la piel, como si su cuerpo estuviera hecho de jabón. O lodo.
No siempre había sido así, cuando muchacho en lugar de esas tetas arrugadas de anciano, tenía unos pectorales firmes y llenos de vigor. De hecho, en el cincuenta y uno había sido reconocido por sus condiscípulos como el joven más hermoso de su generación. Todo esto, claro, antes de que se dedicara a cultivar la panza y la joroba durante la madurez. En ese entonces estaba orgulloso de la maquinaria de su organismo, pero con el tiempo su salud de bucanero había ido cediendo ante la presión de la edad hasta naufragar en un mar de cólicos. Ahora, el chorro de orines justo en el día de su cumpleaños, venía a ser una especie de clímax de los últimos años de decadencia de su cuerpo.
Cuando terminó de enjuagarse, cerró la llave de la regadera (el agua sabía a fierro) y secó su cuerpo con una toalla mugrienta. Después de la muerte de su esposa Estefanía hacía ya casi cuatro años, todas las toallas, cortinas y manteles de la casa se habían ido percudiendo hasta alcanzar un tono café de humedad, presagiando así el deterioro del resto de la propiedad. Sólo que a Herón habían dejado de importarle esos detalles, atento apenas a la esperanza de pasar un día entero sin cualquiera de los omnipresentes malestares que no lo dejaban vivir en paz.
Herón conoció a Estefanía a los diecinueve años, cuando ella tenía apenas quince, y comenzó a cortejarla de inmediato. Más de un malintencionado vecino había sugerido entonces que el verdadero interés de Herón no era la muchacha, sino el dinero de su futuro suegro. Fuera como fuera, el indudable atractivo físico del pretendiente acabó por conquistarla, y después de un largo noviazgo sostenido con todas las de la ley por ambas partes, finalmente la joven pareja terminó casándose.
Dos días después de regresar de la luna de miel, Herón, usando un dinero que le había prestado el papá de su esposa, montó un restaurante fino que a partir de aquel momento administró con cada vez mayor éxito, hasta que la tristeza le obligó a rematarlo cuando un cáncer de mamas se llevó a su mujer. Desde entonces vivía consagrado a sus achaques, casi sin salir de casa y comiéndose los ahorros que había alcanzado a juntar durante toda una vida de próspero restaurantero.
El mismo día que vendió el restaurante donde había transcurrido su vida, Herón comenzó a sentirse preocupado por su porvenir económico. No es que el dinero fuese un verdadero problema, de hecho, cuatro años después de la venta aún conservaba debajo del colchón una buena parte de su capital, más bien era una especie de ansiedad indefinida por el futuro que le obligaba a calcular constantemente cuánto le quedaba, hasta cuándo le alcanzaría y cómo podía reducir aún más sus gastos diarios. Y es que, si sus cálculos eran correctos, todavía tenía suficiente dinero para sobrevivir otros cinco o seis años, siete si se apretaba mucho el cinturón, sin embargo bien podría seguir con vida (si es que a esa sucesión de retortijones se le podía llamar vida) otros quince o veinte años más.
Después de vestirse, bajó a la cocina a preparar un huevo tibio y una taza de nescafé para desayunar. Aunque había pasado poco menos de la mitad de un siglo metido en la cocina de un restaurante, Herón no sabía cocinar. En otros tiempos ese tipo de cosas las habría hecho Estefanía, o en su defecto alguno de sus empleados, pero poco a poco la necesidad le había ido obligando a hacerse cada vez más responsable de los menesteres hogareños o de plano resignarse a no comer. De todos modos, se sentía fuera de lugar en su papel de amo de casa y se limitaba apenas a hacer lo indispensable para medio irla pasando.
Mientras el agua comenzaba a hervir, Herón prendió la tele. Para ser sinceros, no es que en realidad le importara la programación, pero siempre era un alivio escuchar una voz en casa, aunque perteneciera a alguien a quien jamás vería frente a frente y que no tenía ni la menor idea de su existencia. Sin embargo, ese día había un noticiero transmitiendo un pequeño reportaje que le llamó la atención. Se trataba de una tribu entera de aborígenes polinesios que, sin ninguna razón aparente, había decidido suicidarse. Tras varios intentos, el último de sus miembros – una mujer de menos de veintiún años – había muerto finalmente ante los sorprendidos ojos de la comunidad antropológica mundial, que se empeñaba en frustrar sus propósitos. Tratando de dominar un escalofrío de horror, Herón cambió el canal y se concentró en el hervor de su huevo.
Cuando estaba a punto de sentarse a desayunar sonó el teléfono. Era Fernanda, su hija que hablaba para felicitarlo por su cumpleaños, y aunque en honor a la verdad nunca se habían llevado muy bien, a Herón le dio gusto oír su voz.
Fernanda había nacido fuera de matrimonio. En un principio ni él ni Estafanía querían tener hijos, pero luego cuando lo intentaron no pudieron. En el fondo, Herón se sentía aliviado por todas las molestias que se evitaba al no ser papá. Después de algunos años tranquilos que a la distancia parecían de felicidad, descubrió que se había aburrido de Estefanía y comenzó a aprovechar cualquier pretexto para frecuentar a otras mujeres.
A Celia, la mamá de Fernanda, la había conocido cuando trabajaba como mesera en el restaurante y la había seducido con la facilidad de ser su jefe. Al poco tiempo, cuando resultó evidente que su aventura había dado frutos y Celia tuvo que dejar de trabajar, Herón se ofreció a ponerle un departamento y a pasarle una buena pensión para ella y para la niña, pero casi nunca las iba a ver, pues estaba demasiado ocupado con el restaurante y con sus otras conquistas. Sin embargo las quería y todas las navidades le llevaba ropa y juguetes a Fernanda que cada año se parecía más a él. Estefanía por su parte, estaba al tanto de ese y de todos los lances de su marido, pero actuaba como si todo fuera producto de su imaginación, con la esperanza de que al ignorarlos, los amoríos de Herón se desvanecieran. A pesar de todo, Estefanía y Herón seguían siendo un matrimonio sólido y él no volvió a tener más descendencia.
La plática entre Herón y su hija fue más bien breve. Cuando él preguntó cuándo pensaba visitarlo y traerle a sus nietos, Fernanda le respondió que, aunque se moría de ganas de estar con él, casi no contaba con nada de tiempo libre. Era una mentira cínica y Herón lo sabía, pero en el fondo le agradecía el tacto con el que evitaba el enfrentamiento. Después, Fernanda balbuceó una despedida bastante forzada y colgó el auricular, mientras Herón se quedaba pensando que de todas maneras no tenían gran cosa de que hablar.
Después de desayunar en medio de un silencio solamente roto por el parloteo estúpido de la televisión, Herón aventó los trastes sucios al fregadero y salió a tomar el sol de la mañana sin molestarse en apagar el aparato. Sabía muy bien que tenía cosas que hacer; lavar su ropa, limpiar la casa y reparar algunos desperfectos, sin embargo prefirió quedarse tumbado en el patio, disfrutando de un reconfortante calor en todo el cuerpo. Por más que lo intentó no pudo sacarse de la cabeza el rostro de la muchacha polinesia del noticiario.
Las sombras del patio se hicieron más cortas conforme se iba acercando el mediodía y los pensamientos de Herón fueron agarrando vuelo hasta que ya no hubo manera de detenerlos. Estaba harto de vivir en una casa en ruinas, harto de preguntarse hasta cuando le alcanzarían sus ahorros para medio comer, y harto, sobre todo, de extrañar a Estefanía. Sentía que en algún momento de su vida había perdido el camino y se arrepentía con cada una de sus vísceras por el tiempo desperdiciado. Casi sin darse cuenta, comenzó sentirse como si fuera otra persona, alguien completamente distinto al viejito que se había despertado esa mañana bañado en orines.
Después de un rato se levantó. No hubiera sido capaz de explicárselo a nadie, pero había decidido que ese sería su último cumpleaños, así que por la noche saldría a cenar fuera y se gastaría todos sus ahorros. Hasta entonces pudo finalmente ir al baño.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La hora del castigo

Nada pido por que nada merezco,
ni siquiera el aire que respiro
he ganado.
Abatido por la incoherencia vergonzante
que hay entre mis manos ociosas
y el triángulo rojo
que desde mi primer infancia
llevo tatuado.
Pido perdón por todas las veces
en que me dejé arrastrar por la ira,
la voz del recuerdo anuncia
que ha llegado la hora del castigo.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Raquel y el caballo

Obviamente a Quela y Don, q.e.p.d.

Fue muy poco lo que Sergio pudo sacar en limpio durante las primeras horas. Una increíble confusión de los sentidos. Formas oscuras bailoteando frente a sus ojos, como siluetas recortadas en la negrura de la noche. Sombras sobre sombras. Presagios de que las tinieblas adquirirían mayor espesor. Y ese molesto dolorcillo entre las cejas que de cuando en cuando arreciaba, opacando la omnipresencia de las lágrimas.
Todavía el día anterior a esa misma hora, el mundo tenía aún un sentido y una nitidez aceptables. Pero ahora no, como si de pronto todas las cosas desdibujaran sus contornos y se confundieran en una masa informe, en donde lo único reconocible era la pena.
El autobús, mientras tanto, no dejaba de avanzar. Sergio secó el llanto de sus mejillas y descubrió que su mandíbula estaba apretada de una manera antinatural y le dolía. Trató de poner su mente en blanco para descansar, pero la encontró llena de Raquel quien, paradójicamente, había dejado de existir. Una nueva oleada de sollozos le humedeció la mirada al reconocer la profundidad de su pérdida.
Recordaba la última vez que la había visto, haría unos cinco o seis años cuando mucho. Ella e Ignacio habían ido a despedirlo a la estación de autobuses cuando Sergio se fue, según él para estudiar. La verdad es que hacía mucho tiempo que Ignacio y él se llevaban francamente mal, y el viaje de estudios no era más que un excelente pretexto para salir de su casa sin pelearse con ellos.
Ignacio había estado todo el tiempo muy serio y apenas se había permitido darle una palmadita en la espalda, poco antes de que saliera el camión. Raquel en cambio, no paraba de llorar, como si supiera – aunque por supuesto que no podía haberlo sabido – que esa sería la última vez en que su hijo la vería con vida. Ahora, Sergio emprendía el tantas veces pospuesto viaje de regreso, pero no por gusto, sino a asistir al velorio de Raquel, su madre.
Con diabólica eficiencia, el autobús cumplió con su misión de abatir las distancias, como si le urgiera llegar a la ciudad que Sergio temía volver a encontrar. A pesar de todos sus esfuerzos, permanecía en trance con los ojos torpemente abiertos, sin prestar apenas atención a lo qué ocurría frente a ellos; insomne y aturdido como espectador de una película inverosímil, esperando a que de un momento a otro encendieran las luces. Sólo que las luces no se encendían y Sergio no acertaba a despertar al dulce sueño de la inconsciencia que le hubiera permitido reconciliarse con la vida.
Apenas reconoció, resonando en su cabeza, los ecos de las voces que unas cuantas horas antes le sumieran en ese estado de pesadilla.
- Ingeniero, tiene una llamada urgente por cobrar. Al parecer es acerca de su mamá que está muy grave en el hospital. ¿Quiere que se la pase a su despacho, o la toma desde el celular?
Y luego ese vacío en el estómago, el dolor entre las cejas y el insomnio poblado de lágrimas.


Cuando Sergio bajó del autobús, Ignacio lo estaba esperando. Su semblante severo era como el de un jugador de ajedrez. Sergio pensó que al verlo nadie advertiría lo que estaba pasando. Apenas una mueca de rabia en la comisura izquierda de sus labios. Y él en cambio, con esas ganas insoportables de soltarse a llorar.
Después de un saludo más bien seco, Ignacio y Sergio tomaron un taxi rumbo a la funeraria donde los esperaban el cadáver de Raquel y la peor noche de sus vidas.
Palabras. Simples palabras que llegaban huecas a los oídos de Sergio, sin sentido más allá del evidente de callar al silencio. Abrazos importunantes de parientes que no creía haber visto jamás. Chistes en voz baja que le parecieron de pésimo gusto. Cuchicheos. Tazas y más tazas de un café negro al que ni el azúcar le quitaba lo amargo. Y sobre todo, esa indiferencia insoportable por parte de Ignacio.
Mientras el cuerpo de Raquel pasaba frente a sus ojos rumbo al crematorio, la atención de Sergio rehuía la escena, sumergiéndose en la parte más profunda de sí mismo. De golpe recordaba un momento de su infancia, uno de esos que a fuerza de creer perdidos para siempre, se habían vuelto determinantes en el desarrollo de su personalidad.



Sergio era un niño pequeño, quizás de cinco años de edad, y lo único que quería de la vida era tener un caballo. Todas las noches veía a los vaqueros de la televisión, soñando con el día en que podría unírseles en sus cabalgatas.
- Pero hijo – trataba de hacerlo entender Raquel - ¿En dónde vamos a poner nosotros un caballo?
- Ay mamá – contestaba Sergio con su tono más convincente – No te preocupes. Le hacemos un corralito en mi cuarto, entre el librero y la cama, y ahí lo metemos.
Al principio Ignacio y Raquel no le dieron mucha importancia al capricho de su hijo, pero tras varias semanas de espera infructuosa, Sergio amenazó con no volver a comer hasta que el caballo estuviera en su posesión. Raquel e Ignacio se ablandaron ante el ultimátum y lo discutieron largamente. Finalmente, le hicieron saber a Sergio que al día siguiente le comprarían su caballo, siempre y cuando prometiera hacerse cargo de él y portarse bien. Sergio se mostró emocionadísimo por la buena nueva, hasta el punto de que durante esa noche no logró conciliar el sueño. Al fin su deseo estaba a punto de convertirse en realidad.
A la mañana siguiente, los tres se prepararon para salir a dar un paseo. Sergio estaba tan impaciente que incluso ayudó a recoger los trastes del desayuno, con tal de acortar lo más posible el lapso que tendría que esperar por su caballo.
- ¿Adónde vamos a comprar mi caballo? – preguntó Sergio desde el asiento trasero del coche.
- A la tienda de caballos – le respondió Raquel, mientras Ignacio conducía con rumbo al zoológico.
Cuando llegaron al zoológico inspeccionaron cuidadosamente cada una de las jaulas donde había animales. Vieron al tigre, al orangután, a los pingüinitos en su casa de hielo y a la jirafa estirando su cuello para alcanzar las hojas de un árbol, pero ni un sólo caballo.
Después de un rato, Sergio empezó a perder la esperanza.
- ¿Y mi caballo? – pregunto a punto de llorar.
- No lo sé – mintió Raquel – me imagino que ya se han de haber acabado todos. Debimos haber venido más temprano.


Una sonrisa que más parecía un puchero se dibujó en los labios de Sergio mientras Ignacio lo llevaba a desayunar. Llevaban las cenizas de Raquel, guardadas en una caja de madera, bajo el brazo.
Ignacio se quedó mirando su plato de sopa de pollo con los ojos a punto de reventar y apenas alcanzó a decirle a su hijo.
- Era una excelente mujer, ¿verdad?
- Sí, papá – contestó Sergio, y los dos se echaron a llorar hasta que sus lágrimas y mocos se confundieron entre sí, como si pertenecieran a la misma persona.