jueves, 4 de junio de 2009

La hora del castigo

Nada pido por que nada merezco,
ni siquiera el aire que respiro
he ganado.
Abatido por la incoherencia vergonzante
que hay entre mis manos ociosas
y el triángulo rojo
que desde mi primer infancia
llevo tatuado.
Pido perdón por todas las veces
en que me dejé arrastrar por la ira,
la voz del recuerdo anuncia
que ha llegado la hora del castigo.

sábado, 21 de febrero de 2009

El aprendiz

Hace algunos años,
cuando era un poco más joven
y mucho más inexperto,
se me metió a la cabeza
el infatigable deseo
de convertirme en poeta
y empapelar al mundo
con mis versos.
A tal grado llegó mi obsesión
que un día
al conocer a un poeta viejo,
decidí de inmediato
tomarlo como maestro
para aprender de sus labios
las reglas del oficio
y pulir mis talentos.

Él era bajito de estatura,
bigotón y había publicado
un solo libro.
Y lo que es más,
tan pronto me aceptó como aprendiz
me encomendó la tarea
de ir cada tarde a la tienda
a conseguir medio litro
del aguardiente más barato,
que terminaba bebiendo en silencio.
Luego me decía
con la lengua ya pastosa
y los ojos de sueño:
“jorge, no trates nunca
de escribir como poeta.
¡Vive como poeta!”
Yo tomaba nota de cada detalle
y me esforzaba por aprender.

Al fin, un día me aburrí
del consejo único
del viejo poeta
y decidí continuar mi aprendizaje
por mi propia cuenta.
Poco a poco me fui convenciendo
de que la receta de mi antiguo mentor
era un simple engaño,
después de todo,
lo que define a un poeta
son los poemas que escribe
no su estilo de vida.
Así pues,
dediqué los años siguientes
a bucear
en el mar de la gramática,
el berenjenal de la rima
y la prisión de la métrica,
me embadurné de semántica
y me bebí toda la estética.
Sin embargo,
los resultados
tampoco fueron lo que esperaba,
sólo un montón de páginas sucias
y las manos
tintas en tinta.

Anteayer
me acordé de las enseñanzas
de mi viejo maestro,
despejé mi escritorio,
tomé lápiz y cuaderno,
puse los ojos en blanco
y escribí el poema perfecto.
Después
(sin tomarme la molestia
de releerlo)
encendí un cerillo
y me entretuve viendo mi trabajo
consumido por el fuego.

Así, en honor al poeta viejo,
escribí mi mejor poema,
justamente el mismo
- querido lector – que hoy
no estás leyendo.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Sentido

Cansado de perder el sentido,
harto de mi escepticismo,
percibo demasiado tarde
que la única dirección real de mi vida
es aquella que, a través
del tracto digestivo de ese gusano,
transforma mi cuerpo en carne,
tierra y árbol.

martes, 25 de noviembre de 2008

Bebés

Cuando, tras varias separaciones temporales, Esteban y Sara rompieron definitivamente, se encontraron con que no solamente habían terminado con una larga relación, sino también con la mitad de su juventud. Sara por lo menos estaba destrozada. La causa misma de su desavenencia le parecía tan estúpida que aún meses después no podía convencerse del todo de que fuera verdad. Pero lo era. Como luego de cinco años de intentos no había podido quedar embarazada, Esteban había decidido abandonarla y largarse en busca de alguien con quien tener todos los bebés que se le diera la gana.
A pesar de que nunca había considerado a la maternidad como su meta principal en la vida y siempre había sido capaz de bastarse a sí misma, Sara no podía reprimir la sensación de desamparo y frustración que la embargaba. Se sentía fuera de lugar en esa ciudad inmensa que ya no le decía nada sin la presencia del hombre por el que lo había dejado todo. Por las noches soñaba que Esteban regresaba a pedirle perdón, pues había descubierto que en realidad era él quien no podía fertilizarla, pero al despertar seguía estando sola y tenía las mejillas curtidas por las lágrimas.
Un día, su depresión fue tan abrumadora que no volvió al trabajo, y con tal de no caer en la tentación fácil de la autodestrucción, malbarató lo poco que tenía y se regresó al pueblo a vivir con su familia. La idea era tomar unas vacaciones largas para aclarar su cabeza sin tantas presiones, y después volver a trabajar y a hacer su vida normal con bríos renovados, como si hubiese vuelto a nacer.
La familia de Sara aceptó su regreso a la casa paterna con la misma naturalidad con la que año tras año recibían la temporada de lluvias. Probablemente cada uno por su cuenta tenía alguna opinión sobre el hecho, pero por una costumbre familiar de la que en el fondo se sentían orgullosos, nadie dijo nada y todo siguió no como si la hija acabara de regresar, sino como si jamás se hubiera ido. Al fin y al cabo, había tanta gente viviendo en la casa que una boca más no hacía ninguna diferencia.
Además del papá y la mamá de Sara, la familia estaba compuesta por la abuela, un primo estudiante, dos hermanas pequeñas, una mayor casada, su esposo y dos hijos; que con la recién llegada sumaban diez almas bajo el mismo techo y haciendo uso del mismo drenaje. Como las habitaciones eran un recurso escaso, Sara llegó a instalarse con todo y su equipaje al cuarto que compartían sus dos hermanas menores, y por un tiempo el murmullo constante causado por la gente y la televisión siempre encendida, mantuvo su pena agradablemente anestesiada.
El papá de Sara era un cincuentón de bigote amarillento que había trabajado toda su vida de empleado municipal y ahora consagraba las horas perdidas de su jubilación a jugar billar con otros señores de guayabera y pantalón de dril. Casi nunca estaba en la casa y en el pueblo se rumoraba que tenía otra señora, pero entre la familia el sólo pensar en eso era considerado como un acto de alta traición. Llegaba siempre tarde por la noche y tenía el derecho absoluto de elegir el canal de televisión que se vería en su presencia, pero apenas se sentaba en su sillón y caía infaliblemente dormido hasta que alguien – por lo general su esposa - lo despertaba para que se fuera a acostar.
La mamá de Sara era una mujer correosa que a punta de sacrificios había montado una tienda de abarrotes en su cochera y se dedicaba a administrarla con mano de hierro. Aunque con trabajos había pasado de tercero de primaria, no había quien hiciera las cuentas más rápido que ella, incluyendo a su sobrino el estudiante y a su hija Sara que se había recibido como contadora. Su único pasatiempo eran las telenovelas de la noche y podía pasarse horas hablando de sus personajes con el mismo tono que usaba para hablar con las vecinas de sus propios nietos.
La casa en la que vivían todos, había sido originalmente de la familia del papá de Sara y, de hecho, aún estaba a nombre de la abuela Basilia, pero con el paso del tiempo la anciana había ido perdiendo paulatinamente su papel de cabeza del clan para convertirse en apenas algo más que una parte prescindible del mobiliario. Cuando la entonces novia de su hijo se había embarazado de Mónica - la hermana mayor de Sara - Doña Basilia había invitado a la joven pareja a vivir con ella en lo que conseguían una vivienda propia. Casi treinta años después, el hijo de Basilia y su esposa no sólo no se habían ido, sino que ahora además albergaban bajo su techo a sus cuatro hijas y sus dos nietos.
Desde que eran muy pequeñas, Mónica y Sara habían demostrado tener personalidades muy distintas. Mientras que la primera fue siempre una niña muy traviesa e inquieta, la segunda había volcado todas sus energías a los estudios a partir de la primaria. En el fondo el motivo no era que Sara fuese particularmente responsable, sino que de algún modo había comprendido intuitivamente que su única oportunidad de alejarse de su familia y de su pueblo era convirtiéndose en una profesionista. Sin embargo, a raíz del rompimiento con Esteban y su obsesión con los bebés, la misma independencia que tanto trabajo le había costado ganar, comenzó a parecerle una pesada carga, y aunque no se lo confesaba ni a ella misma, su regreso tenía un penetrante sabor a fracaso.
Mónica por su parte, había pasado por todas las escuelas de paga de la zona, antes de poder terminar el bachillerato de mala gana. Unos cuantos días después de concluir las clases, se había huido con su novio de la escuela, un muchachito lampiño que, al sentir la responsabilidad de su nueva familia, se volvió aprendiz de electricista. Su primer hijo, Brian nació apenas transcurrido un año de matrimonio y Ricky, el segundo, dos años después, mientras Sara se iba a vivir con Esteban fuera de la ciudad. Luego de su segundo parto, Mónica estuvo lista para volver a vivir en casa de sus padres, pero trajo a sus hijos y a su marido consigo.
La verdad sea dicha, el padre de Mónica y Sara nunca tuvo mucho aprecio por su yerno Ricardo, pero desde que se habían ido a vivir con ellos estaba convencido de que se trataba de un auténtico retrasado mental. Sin embargo, como quería mucho a sus nietos, no decía nada así que, para quien no estuviese enterado, casi hubiera parecido que estimaba al muchacho. Ricardo pasaba la mayor parte del día ayudando a su jefe a reparar instalaciones eléctricas, Mónica se quedaba en casa a limpiar y preparaba la comida de todos y los niños – cuando no estaban en el kinder - se dedicaban a molestar a sus tías Sonia, Jessica y, tan pronto llegó, Sara.
Por otra parte, no había nada mejor para el estado de ánimo de Sara que servir de niñera a esos dos críos que se pasaban el día gritando, peleándose por naderías y sacando de quicio a sus hermanas adolescentes. Mientras estaba con Brian y Ricky podía imaginarse que era una mujer normal capaz de engendrar niños como ellos, y sobre todo, que Esteban la había repudiado sin razón y tarde o temprano se arrepentiría.
Lo cierto es que, debido a sus ya largos años conviviendo casi exclusivamente con adultos, en un principio le costó trabajo acostumbrarse a sus sobrinos, pero conforme el paso de las semanas la iba ablandando se fue sintiendo cada vez más y más cómoda con sus juegos hasta que, cuando se dio cuenta, ya era una más entre los niños. Todas las mañanas se levantaba tarde y se ponía a ver caricaturas en la tele en lo que Brian y Ricky volvían del jardín de infantes, luego comía con desgana cualquier cosa – o mejor aún, muchas veces ni siquiera comía a menos que Mónica o su mamá se lo rogaran durante un rato – y se pasaba el resto del día jugando con los niños al cabezón, al escondite, a la agarrada o a los cayucos.
Mientras tanto, en su familia nadie pensaba que Sara debía de volver a trabajar, o si lo pensaban, nunca lo dijeron. Sólo Mónica se acordaba de cuando en cuando de que su hermana se pasaba la vida dentro de la casa, aliviada por no tener que hacerse cargo personalmente de cuidar a sus dos hijos. Poco a poco, el deprimido régimen de vida de Sara, comenzó a hacerle perder peso. De hecho, ella se sentía como si se estuviese encogiendo, pero no le importaba gran cosa y por momentos casi hasta estaba bien.
Después de un tiempo, los juegos con sus sobrinos empezaron a parecerle demasiado complicados. A partir de entonces su único refugio fue la televisión que, afortunadamente, jamás se eclipsaba en la casa. Llegó un momento en que solamente interrumpía su atenta observación de las lucecitas parpadeantes del aparato para dormir largas siestas y beber sorbitos de leche. No pasó mucho tiempo antes de que cedieran sus últimas reservas y se dejara cambiar amorosamente el pañal por su hermana mayor, transformada finalmente en el bebé que nunca pudo tener.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Pequeño cuarteto rimado que pretende expresar por medio del uso de terminología neurológica, esta pinche sensación de que la realidad duele.

¡Ay, espíritu desmielinizado!
Desmesurada permeabilidad neuronal
intensifica el poder de los dardos
de cada estímulo infinitesimal.

lunes, 17 de noviembre de 2008

El quince de marzo

No vas a decir que no lo sabías,
que todo fue tan rápido
que te tomó por sorpresa.
Desde el instante mismo
en que tu caballo
atravesó nadando
las aguas del Rubicón
lo supiste.
Tal vez por eso dudaste
durante un par de breves segundos.
Tal vez por eso volteaste
a ver a los ojos
de los hombres que te seguían.
Tus hombres.
Y luego, como tú mismo lo dijiste,
“la suerte estaba echada”.
Por eso no quisiste
demorarte en los placeres de Alejandría,
por que te urgía
llegar al quince de marzo.

viernes, 14 de noviembre de 2008

La ciudad observada

La ciudad me observa silenciosa
desde cada una de las hojas de sus árboles de liquidámbar,
desde sus avenidas congestionadas de coches
y sus retorcidas callecitas empedradas.
Me mira desde lo alto de sus edificios y desde
las superficies pulidas de todas sus plazas.
No es que me reconozca,
ni que le importe lo que me pasa,
es sólo que no puedo evadir su mirada.
Me incorporo al chorro de gente
ocupada en su vida diaria
y aunque me reflejo en todos los rostros,
en ninguno encuentro mi cara.
La ciudad es una presencia de pesadilla
de esencia multitudinaria
a la cual pertenezco,
y a pesar de mis repetidos intentos,
no consigo abarcarla.
La ciudad no es solamente mi casa,
es una extensión de mi cuerpo,
enorme y descuidada.
(Brazos y piernas sueltas
que en aparente azar se entrelazan).
La ciudad es una incomodidad necesaria,
como una inyección de antibióticos
o una enfermedad hereditaria.
La ciudad cree que no la conozco
mientras me observa observarla.
Sé que le duele la progreso,
le aprieta la revolución
y tiene un tumor en las ánimas.
Ella sueña ser atenas
y yo la veo como capital de burocracia.
La ciudad que soy yo es xalapa.