viernes, 7 de noviembre de 2008

El día de su último cumpleaños

El día de su último cumpleaños, Herón se despertó chapoteando en un charco enorme y oloroso de orines. El líquido que mojaba sus calzoncillos guangos se había ido enfriando poco a poco después de estar deliciosamente tibio y le había obligado a levantarse aunque aún faltaba un buen rato para que saliera el sol. “A la vejez, viruelas”, pensó tratando de recordar cuanto tiempo hacía que no le pasaba algo así. Ni una sola vez en cuando menos sesenta y dos años, es decir, desde que era niño.
Aún amodorrado, pero ya sin ninguna posibilidad de volverse a dormir, Herón bajó a encender el boiler para darse un baño y así deshacerse de las huellas de su desagradable accidente. Con el frío de la mañana le dolían las rodillas, por lo que descender por las escaleras se le antojó un verdadero triunfo de la voluntad. Sin molestarse en oprimir el interruptor de la luz, frotó un fósforo contra el borde de su cajita e incendió el gas que salía del piloto del calentador. (Más por manía que por devoción al orden, utilizaba solamente cerillos de madera para el boiler y dejaba los de papel encerado para la estufa).
Después, lentamente, pero con el paso liviano de quien ya no pertenece a este mundo, volvió a subir las escaleras y entró al baño. El asiento del escusado estaba helado, pero soportarlo valía la pena si así podía descansar su intestino. Los pantalones debajo de las rodillas mostraron unas piernas pálidas y flacas que le recordaron los palitos de papel de las paletas Mimí. ¿Existían todavía las paletas Mimí? Herón no hubiera podido decirlo, pues tenía casi medio siglo que no veía una.
Luego de esperar durante veinte minutos en vano cualquier señal alivio en sus tripas, se levantó, lavó sus manos cuatro veces y con un suspiro se despojó de lo que le quedaba de ropa. El chorro de agua en la regadera quemaba, pero era casi preferible al frío en su espalda. A veces, cuando se bañaba, se preguntaba como era posible que al frotarse no se le fuera gastando lentamente la piel, como si su cuerpo estuviera hecho de jabón. O lodo.
No siempre había sido así, cuando muchacho en lugar de esas tetas arrugadas de anciano, tenía unos pectorales firmes y llenos de vigor. De hecho, en el cincuenta y uno había sido reconocido por sus condiscípulos como el joven más hermoso de su generación. Todo esto, claro, antes de que se dedicara a cultivar la panza y la joroba durante la madurez. En ese entonces estaba orgulloso de la maquinaria de su organismo, pero con el tiempo su salud de bucanero había ido cediendo ante la presión de la edad hasta naufragar en un mar de cólicos. Ahora, el chorro de orines justo en el día de su cumpleaños, venía a ser una especie de clímax de los últimos años de decadencia de su cuerpo.
Cuando terminó de enjuagarse, cerró la llave de la regadera (el agua sabía a fierro) y secó su cuerpo con una toalla mugrienta. Después de la muerte de su esposa Estefanía hacía ya casi cuatro años, todas las toallas, cortinas y manteles de la casa se habían ido percudiendo hasta alcanzar un tono café de humedad, presagiando así el deterioro del resto de la propiedad. Sólo que a Herón habían dejado de importarle esos detalles, atento apenas a la esperanza de pasar un día entero sin cualquiera de los omnipresentes malestares que no lo dejaban vivir en paz.
Herón conoció a Estefanía a los diecinueve años, cuando ella tenía apenas quince, y comenzó a cortejarla de inmediato. Más de un malintencionado vecino había sugerido entonces que el verdadero interés de Herón no era la muchacha, sino el dinero de su futuro suegro. Fuera como fuera, el indudable atractivo físico del pretendiente acabó por conquistarla, y después de un largo noviazgo sostenido con todas las de la ley por ambas partes, finalmente la joven pareja terminó casándose.
Dos días después de regresar de la luna de miel, Herón, usando un dinero que le había prestado el papá de su esposa, montó un restaurante fino que a partir de aquel momento administró con cada vez mayor éxito, hasta que la tristeza le obligó a rematarlo cuando un cáncer de mamas se llevó a su mujer. Desde entonces vivía consagrado a sus achaques, casi sin salir de casa y comiéndose los ahorros que había alcanzado a juntar durante toda una vida de próspero restaurantero.
El mismo día que vendió el restaurante donde había transcurrido su vida, Herón comenzó a sentirse preocupado por su porvenir económico. No es que el dinero fuese un verdadero problema, de hecho, cuatro años después de la venta aún conservaba debajo del colchón una buena parte de su capital, más bien era una especie de ansiedad indefinida por el futuro que le obligaba a calcular constantemente cuánto le quedaba, hasta cuándo le alcanzaría y cómo podía reducir aún más sus gastos diarios. Y es que, si sus cálculos eran correctos, todavía tenía suficiente dinero para sobrevivir otros cinco o seis años, siete si se apretaba mucho el cinturón, sin embargo bien podría seguir con vida (si es que a esa sucesión de retortijones se le podía llamar vida) otros quince o veinte años más.
Después de vestirse, bajó a la cocina a preparar un huevo tibio y una taza de nescafé para desayunar. Aunque había pasado poco menos de la mitad de un siglo metido en la cocina de un restaurante, Herón no sabía cocinar. En otros tiempos ese tipo de cosas las habría hecho Estefanía, o en su defecto alguno de sus empleados, pero poco a poco la necesidad le había ido obligando a hacerse cada vez más responsable de los menesteres hogareños o de plano resignarse a no comer. De todos modos, se sentía fuera de lugar en su papel de amo de casa y se limitaba apenas a hacer lo indispensable para medio irla pasando.
Mientras el agua comenzaba a hervir, Herón prendió la tele. Para ser sinceros, no es que en realidad le importara la programación, pero siempre era un alivio escuchar una voz en casa, aunque perteneciera a alguien a quien jamás vería frente a frente y que no tenía ni la menor idea de su existencia. Sin embargo, ese día había un noticiero transmitiendo un pequeño reportaje que le llamó la atención. Se trataba de una tribu entera de aborígenes polinesios que, sin ninguna razón aparente, había decidido suicidarse. Tras varios intentos, el último de sus miembros – una mujer de menos de veintiún años – había muerto finalmente ante los sorprendidos ojos de la comunidad antropológica mundial, que se empeñaba en frustrar sus propósitos. Tratando de dominar un escalofrío de horror, Herón cambió el canal y se concentró en el hervor de su huevo.
Cuando estaba a punto de sentarse a desayunar sonó el teléfono. Era Fernanda, su hija que hablaba para felicitarlo por su cumpleaños, y aunque en honor a la verdad nunca se habían llevado muy bien, a Herón le dio gusto oír su voz.
Fernanda había nacido fuera de matrimonio. En un principio ni él ni Estafanía querían tener hijos, pero luego cuando lo intentaron no pudieron. En el fondo, Herón se sentía aliviado por todas las molestias que se evitaba al no ser papá. Después de algunos años tranquilos que a la distancia parecían de felicidad, descubrió que se había aburrido de Estefanía y comenzó a aprovechar cualquier pretexto para frecuentar a otras mujeres.
A Celia, la mamá de Fernanda, la había conocido cuando trabajaba como mesera en el restaurante y la había seducido con la facilidad de ser su jefe. Al poco tiempo, cuando resultó evidente que su aventura había dado frutos y Celia tuvo que dejar de trabajar, Herón se ofreció a ponerle un departamento y a pasarle una buena pensión para ella y para la niña, pero casi nunca las iba a ver, pues estaba demasiado ocupado con el restaurante y con sus otras conquistas. Sin embargo las quería y todas las navidades le llevaba ropa y juguetes a Fernanda que cada año se parecía más a él. Estefanía por su parte, estaba al tanto de ese y de todos los lances de su marido, pero actuaba como si todo fuera producto de su imaginación, con la esperanza de que al ignorarlos, los amoríos de Herón se desvanecieran. A pesar de todo, Estefanía y Herón seguían siendo un matrimonio sólido y él no volvió a tener más descendencia.
La plática entre Herón y su hija fue más bien breve. Cuando él preguntó cuándo pensaba visitarlo y traerle a sus nietos, Fernanda le respondió que, aunque se moría de ganas de estar con él, casi no contaba con nada de tiempo libre. Era una mentira cínica y Herón lo sabía, pero en el fondo le agradecía el tacto con el que evitaba el enfrentamiento. Después, Fernanda balbuceó una despedida bastante forzada y colgó el auricular, mientras Herón se quedaba pensando que de todas maneras no tenían gran cosa de que hablar.
Después de desayunar en medio de un silencio solamente roto por el parloteo estúpido de la televisión, Herón aventó los trastes sucios al fregadero y salió a tomar el sol de la mañana sin molestarse en apagar el aparato. Sabía muy bien que tenía cosas que hacer; lavar su ropa, limpiar la casa y reparar algunos desperfectos, sin embargo prefirió quedarse tumbado en el patio, disfrutando de un reconfortante calor en todo el cuerpo. Por más que lo intentó no pudo sacarse de la cabeza el rostro de la muchacha polinesia del noticiario.
Las sombras del patio se hicieron más cortas conforme se iba acercando el mediodía y los pensamientos de Herón fueron agarrando vuelo hasta que ya no hubo manera de detenerlos. Estaba harto de vivir en una casa en ruinas, harto de preguntarse hasta cuando le alcanzarían sus ahorros para medio comer, y harto, sobre todo, de extrañar a Estefanía. Sentía que en algún momento de su vida había perdido el camino y se arrepentía con cada una de sus vísceras por el tiempo desperdiciado. Casi sin darse cuenta, comenzó sentirse como si fuera otra persona, alguien completamente distinto al viejito que se había despertado esa mañana bañado en orines.
Después de un rato se levantó. No hubiera sido capaz de explicárselo a nadie, pero había decidido que ese sería su último cumpleaños, así que por la noche saldría a cenar fuera y se gastaría todos sus ahorros. Hasta entonces pudo finalmente ir al baño.

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